Cuando un lector de David Foster Wallace acaba uno de sus libros, pude imaginarse a un hombretón, caucásico, académico y de clase media-alta. Y es verdad que era todo eso. Es cierto que era una de las personas que, por la causa única de haber nacido, ya tienen una posición de privilegio desde la cual resulta más fácil que se les escuche.
Imagen de David Foster Wallace
Quien analice esa descripción probablemente resalte que un locutor de esas características pertenece al grupo que, por muchos años, ha sido ya escuchado en desmedro de otros. Deberíamos, en cambio, escuchar a los grupos olvidados. Ellos, por siglos, han pugnado, en distintos ámbitos discursivos, por hacerse oír. No han logrado resultados.
Foster Wallace estaba de acuerdo en que él pertenecía a esa élite. Es la historia de la narrativa norteamericana la que lo convierte en una voz merecedora de auditorio por otra razón. Esa es que representó un punto de inflexión en ella. Se trató de alguien que, dentro de su persona «privilegiada», guardaba las contradicciones honestas de todo ser humano. Fue gracias a eso, no a su posición enunciadora, que llegó a tantas personas.
O a que fue una moda. La figura de Foster Wallace se convirtió en un paradigma de la juventud culturosa de los noventa. El hombretón, caucásico, académico y de clase media-alta que se presentaba frente al público encopetado con una bandana era considerado un Kurt Cobain de la literatura. Eso, muchas veces, excluía, para sus admiradores, la lectura de sus libros. Que fuera de esa forma, que se le admirara por lo que parecía, era uno de los tantos temores de Foster Wallace.
La biografía en manos de D. T. Max
En todo caso, podemos afirmar todo eso gracias al libro que inspira estas líneas: Todas las historias de amor son historias de fantasmas, publicada en español por la editorial Debate, del autor D. T. Max. Se trata de una biografía minuciosa y bien escrita. No ahonda en los detalles que todos conocemos de Foster Wallace y que despiertan curiosidad en los que menos interesados están en su obra. Estos son el suicidio, la adicción y la depresión. Por supuesto, son mencionados, porque de otra manera no sería una biografía suya, pero D. T. Max intenta compendiar las contradicciones del escritor en su totalidad. Lo hace no con el afán de encontrar qué lo llevó a perderse en vida (aunque explicándolo, de todas formas), sino qué se puede aprender de lo que vivió.
La principal estrategia para demostrarnos que no va a centrarse en los detalles morbosos es la estructura que diseña para el libro. Si bien comienza con un capítulo dedicado a sus primeros años (infancia y adolescencia), el resto de los capítulos se desarrollan en torno a los libros que publicó. De esa manera, D. T. Max supera lo anecdótico y el psicoanálisis ad hoc, tópicos que abundan en el género, y llega a una imbricación entre las lecturas del escritor, la opinión que guardaba sobre sus propios textos, los cambios en su poética y su proceso creativo. Estos dos últimos terminan convirtiendo al libro en algo verdaderamente valioso.
Del sinsentido…
Los primeros trabajos de Foster Wallace abusaban de su genialidad. La escoba del sistema y los primeros relatos de La niña del pelo raro lo asentaron, en la mente de los lectores, como un inteligentísimo prestidigitador. Irónico y metaficcional, sabía rebelarse frente a la poética que más éxitos le reparaba, en los primeros años de los noventa, a la narrativa norteamericana: el minimalismo realista, heredero de Raymond Carver.
Foster Wallace, en cambio, retomaba la tradición de la narrativa posmoderna, aquella que había relucido con Thomas Pynchon y John Barth, y le añadía sus propias manías. Esta primera época de Wallace fue la del sinsentido, en tanto el lenguaje devino en su tema central y su finalidad.
…a la plenitud del sentido
No obstante, poco a poco dejó de convencerlo la autorreferencialidad de los relatos posmodernos y sus juegos con la manera en que se dirigían al lector para hacerle saber que «este es un relato». Para lograrlo, debía transgredir el contrato ficcional al que se abocaban con devoción los realistas, la sensación de convencer al lector de que se había internado en una realidad alterna existente, no que «todo era una construcción de lenguaje». Su desconfianza se debió a una obsesión temática: a Foster Wallace le interesaba saber cómo el entretenimiento alienaba a los norteamericanos. El hecho de escribir ficción divertida lo convertía, a él mismo, en un productor de entretenimiento en el que sus textos carecían de sentido más allá del imaginado a partir de algunos malabares lingüísticos.
Así, cambió su enfoque sobre la función de la ficción. Se vio obligado a volver a lo que el realismo pregonaba como parte de su credo: lo importante es que el lector se conmueva, provocar algo en él o ella. La broma infinita y sus trabajos posteriores se desarrollaron atendiendo a esa intención, que ya se anunciaba con el último cuento de La niña del pelo raro, «Hacia el oeste, el avance del imperio continúa».
La aplicación
En su novela más famosa, Foster Wallace no tuvo mayores problemas para terminar plasmando lo que esperaba, aunque su cambio no implicó que se convirtiera en un discípulo de Raymond Carver o Richard Ford. Por el contrario, siguió con la estela de autores que admiraba, como Thomas Pynchon, Don DeLillo y William Gass. Agregó a este cóctel la pasión que le despertó la lectura y relectura de Dostoievski. De esa manera, La broma infinita se convirtió en un éxito de ventas y de crítica que llegaría a considerarse como una de las mejores novelas del siglo XX escritas en inglés.
Si bien ese trabajo arduo fue la consolidación de un nuevo estilo, replicarlo fue difícil para Foster Wallace. Aunque algo de fama tenía, la que adquirió después de su monumental obra se le escapaba de las manos y lo hacía sufrir de crisis constantes. Publicó todavía dos libros de cuentos más, menos ambiciosos en el lenguaje, más en la conexión con el lector, y dejó un manuscrito desordenado de la que sería su última novela, El rey pálido.
La dificultad de El rey pálido
Esta última le costaba avanzarla, nos cuenta D. T. Max, porque Foster Wallace, a pesar de estar más seguro de la función que debía cumplir la ficción, nunca dejó de preguntarse si escribía para eso o había vuelto a lo anterior, o si su voz «natural» no podría calzar con esa finalidad de no convertirse en un entretenimiento y comunicar algo. Así, fue más lo que desechó que lo que conservó. Antes de su muerte, se aseguró de dejar el manuscrito tal y como estaba a su esposa, que se encargó de entregarlo a los editores.
De esa manera, gracias a la biografía de D. T. Max, somos testigos de la enorme importancia que puede tener conocer el proceso creativo de un escritor tan singular como David Foster Wallace para la labor de un escritor. Eso es cierto incluso si a este no le fascina el estilo del autor de La broma infinita. A veces, un narrador puede «tenerlas claras» en cuanto a lo que debe hacer. No obstante, detrás de esa seguridad puede esconderse un temor o el hecho de que, en literatura, son imposibles las certezas. Más seguro es afirmar que siempre existirá la búsqueda.