Puede que nuestros dedos se rebelen antes de querer escribir en algún buscador el apellido del escritor ruso que nos ocupa. Pronunciado ‘Yiyanovski’, según el prólogo de la edición de Siruela de La nieve roja y otros relatos, este narrador, poeta, dramaturgo y ensayista perteneció a un grupo de escritores soviéticos que casi no sobrevivió a la historia cultural de su país.
En la vieja URSS, la escritura no era un tema que permitiera libertades creativas. Krzyzanowski debía pasar por una revisión exhaustiva a cargo de Gorki, escritor realista y adherido al partido. Los relatos que pasaron por sus manos podían haber sido algunos de los traducidos del ruso por Jesús García Gabalón (para Siruela). Imagínese, pues, a Gorki leyendo la historia de los dedos del pianista Heinrich Dorn, que en medio de un concierto deciden abandonar la mano a la que estaban adheridos para conocer el frío («Los dedos fugitivos»). O en este otro escenario: Gorki toma café y se quema la lengua al encontrar la historia futurista de un sistema capaz de almacenar el enojo y convertirlo en energía apta para combatir el calentamiento global («La hulla amarilla»). ¿Pasó la prueba Krzyzanowski?
Más bien, se dedicó a escribir artículos de filosofía para diversas revistas y trabajó de abogado en un bufete. También escribió guiones para películas, pero sus contemporáneos se preguntaron, como se preguntan muchos hoy, quién era Sigismund Krzyzanowski, sino un ruso más; bueno, por el apellido, los entendidos podían agregar que se trataba de un ucraniano, pero ningún contemporáneo que no le hubiera apretado la mano podía precisarlo: al proyectarse, se olvidaba mencionar su nombre en los créditos del filme.
Como si este anonimato no bastara, la suerte moldeó su historia en negativo. Cada vez que presentaba un libro a una editorial (además de la quemadura de Gorki con la bebida caliente, que pudo haber sido otra, concedo), esta se declaraba en quiebra o se disolvía. Al morir, parecía que Krzyzanowski apenas había vivido.
No era así. El escritor había sido fiel a la escritura, que es la única forma de escribir, ya se haga mal o bien; de otra manera, la actividad se convierte en un pasatiempo o en una forma de parecer más interesante en reuniones donde no se baila. Krzyzanowski mantuvo su fe, o acaso mantuvo su contumacia; persistió en la que era su única forma de persistir, es decir, de vivir. Como el hombre del cuento más largo del volumen, «El marcapáginas», que no podía dejar de encontrar temas para armar relato en cualquier situación, a Krzyzanowski se le metía un demonio, algo más importante que él mismo, y lo subyugaba frente a una máquina de escribir. Tal vez, en esos momentos, él mismo se preguntaba quién era Sigismund Krzyzanowski.
Y quizás para que le respondieran, porque uno no suele responderse lo que pregunta, menos cuando está enajenado, quería encontrar a su lector. Y cómo lograrlo si no era publicando. Sabía que no lo encontraría en el tiempo que vivía. Solía decir que sus contemporáneos lo odiaban, pero la eternidad lo amaba. Tal vez no en la eternidad, que es una palabra que le queda grande, pero sí en el futuro, sí ahora, sesenta y ocho años después de su muerte en Moscú, encuentre a sus lectores. Predigo que serán pocos, pero el número es lo de menor importancia.
Lo importante es que, por fortuna, su viuda mantuvo sus manuscritos y, muchos años después, estos pudieron ser publicados. Desde hace muy poco se pueden leer algunos de sus cuentos en español, gracias al aporte de Siruela: La nieve roja y otros relatos.